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Melissa Nucera |
Me despierto entre el follaje de tus ramas,
entre el trémulo vaivén de tus caprichos,
y una expectante melodía me recuerda que
yo no soy de aquí.
Que el paisaje cambió el color gris que siempre lucía,
en aquellos tristes días en que pensaba que debía aprender a vivir.
Y un día, sin esperarlo, como todo en la vida,
se pintó de color verde.
Y ahí fue donde escogí.
Nací el día que decidí escoger.
Y, de entre toda la gama de colores, fue el verde.
El verde de la hierba que viste el prado,
el de la arboleda;
el verde que promete paraísos celestiales,
hoy de hormigón armado,
olvidados.
El camino se fue abriendo a la luz.
Y solo camino para escucharte,
para descifrar el mensaje que me envías escondido
entre ráfagas de brisa fresca,
que aligeran por momentos la pena
por el hermano que sufre,
invisible,
tras la soberbia sepultado.
Puedes nacer a los diez, a los veinte o a los ochenta.
Puedes elegir no nacer nunca,
y así pasar el resto de tu vida
viviendo con los ojos vendados.
Desdichado el hombre que pudiendo elegir,
escoge siempre el camino errado.
Y es a este lado de la delicada línea
que nos mantiene entre la falsedad o la locura,
donde me mantengo en pie.
No sé cuando fue que partí de viaje
y me fui de tu lado.
Solo sé que mi hogar está escondido en el tronco de un álamo blanco,
que me susurra su mensaje a pequeños pedazos.
Y solo consigue que a cada paso
te siga echando de menos.
Verde tierra, tierra amante,
obnubilado el pensamiento, o quizás el sentimiento,
a tu vientre quiero volver,
envuelta en un remolino de plateado viento.